Ayer subí en un taxi y fue una experiencia muy bonita.
El conductor, muy sabiamente,
comprendió que el silencio es más bello que muchas conversaciones,
por lo que no abrió la boca en todo el camino.
Eso sí, vigilaba por el retrovisor,
con mirada amable y sonriente,
que yo estuviera tranquila y bien.
Al llegar a mi destino y sacar un billete de 20 euros,
me dijo, casi con un bello susurro:
-Me alegra que lleves billetes grandes, princesa.
La vida te sonríe y eso es buena señal pero... ¿podrías darme algo suelto? -
Le respondí que no, que lo sentía.
De haberlo llevado, por supuesto, se lo hubiera dado...
El taxista, sin dejar su increíble cortesía,
revisó sus bolsillos y me entregó el cambio,
con una última frase que me dejó perpleja:
-No se moleste en cerrar la puerta,
no quiero que se haga daño
o que ensucie sus bonitas manos...
Al instante, cogió un garrotito de plata,
enganchó la puerta por dentro y la cerró él mismo.
Me hubiera gustado apuntar su matrícula,
por si alguien o yo misma,
vuelve a necesitar un taxi,
buscarlo por toda la ciudad y poder reencontrarnos.
FIN.
2 comentarios:
Me gusta tu nueva imagen. Yo también quiero subir en ese taxi!
Besos mil
Patricia! Aaay, si yo te contara en privado la verdadera V. O de la historia... jejeje, lo que pasa es que la he contado a mi manera, tal cual la imaginé después. Es curiosa, de verdad... A ver cuando hablamos y nos contamos. Besos mil de vuelta. ;-)
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